
Con este fragmento, recordamos la sabiduría de Jane Goodall recogida en su obra autobiográfica Gracias a la vida (Mondadori, 2002).
Mirar el mundo por más de una ventana
“Me preguntan a qué se debe esta apariencia sosegada, esta serenidad. Quieren saber si medito. No de una manera formal, les digo, pero sí que intento mantenerme conectada por un hilo de poder espiritual. […] Son mis largos días, meses y años en los bosques tropicales de Gombe los que me ayudan a mantener la serenidad en medio del caos, porque la paz la llevo en mi interior.”
“La existencia en la selva me absorbió por completo. Fue un periodo muy especial, en el que estar sola se convirtió en una forma de vida, en una oportunidad perfecta para meditar sobre el significado de la existencia y de mi lugar en ella. Pero estaba demasiado ocupada aprendiendo cosas sobre la vida de los chimpancés como para preocuparme por el sentido de la mía. Había ido a Gombe a desarrollar una tarea concreta y no a alimentar mi interés por la filosofía y la religión; no obstante, es cierto que aquellos meses en Gombe contribuyeron a modelar la persona que soy hoy. Y habría demostrado muy poca sensibilidad si el milagro y la infinita fascinación de aquel nuevo mundo no hubieran ejercido una profunda influencia en mi manera de pensar.
Cada día me acercaba un poco más a los animales y a la naturaleza y, por lo tanto, también a mí misma, y me sentía más en armonía con el poder espiritual que respiraba a mi alrededor. Quien ha experimentado el placer de estar a solas con la naturaleza no necesita más explicaciones, y a quien no lo haya experimentado nunca solo puedo decirle que no hay palabra capaz de describir el maravilloso contacto con la belleza y la eternidad que nos embarga de forma repentina y totalmente inesperada. La belleza siempre está ahí, presente, pero los momentos de auténtica conciencia de ella eran infrecuentes. Llegaban sin avisar, quizás mientras contemplaba los primeros relámpagos que preceden al alba, o cuando miraba a través de las hojas de un árbol gigante, hacia los verdes y los castaños, las sombras negras, y el punto de cielo azul infinitamente seductor y brillante; o cuando al anochecer apoyaba la mano sobre el tronco todavía caliente de un árbol y contemplaba el reflejo de la luna nueva sobre las aguas siempre inquietas y susurrantes del lago Tanganica.
Cuanto más tiempo pasaba a solas, más me confundía con el mundo mágico y frondoso que ahora era mi hogar. Los objetos inanimados llegaron a tener su propia identidad y, como Francisco de Asís, mi santo predilecto, les ponía nombres y les saludaba como si fueran buenos amigos. “Buenos días, Cima”, le decía cada mañana cuando llegaba allá arriba; “Hola, Riachuelo” le decía cuando iba a buscar agua; “Oh, Viento, por Dios cálmate”, cuando aullaba en aquellas alturas, frustrando mis posibilidades de localizar a los chimpancés. Y desarrollé en particular una profunda conciencia del existir de los árboles. Palpar la corteza áspera y todavía caliente de uno de aquellos viejos gigantes, o la piel fresca y suave de un árbol joven y orgulloso, hacía que, de una manera intuitiva y extraña, sintiera circular la savia desde las invisibles raíces hasta las últimas ramas, allá en la copa. […] Y cada día aprendía más cosas sobre los chimpancés […]
Las horas que pasaba en la selva siguiendo, observando o simplemente estando con los chimpancés no solo me proporcionaban datos científicos, sino que me llenaban de una profunda paz. Los árboles inmensos, retorcidos y viejos, los pequeños arroyos abriéndose paso a través de las rocas para llegar al lago, los insectos, los pájaros, los propios chimpancés.
De aquellos días recuerdo uno en particular, y lo hago con un sentimiento casi reverencial. Estaba tumbada boca arriba, entre las hojas y ramas del suelo tropical. Notaba las piedras incrustadas contra mi cuerpo y me moví unos milímetros hasta quedar cómodamente encajada entre ellas. Allá arriba, a cierta altura, estaba David Barbagrís comiendo higos. De vez en cuando veía un brazo negro que se estiraba para arrancar un fruto, un pie que se balanceaba, una oscura sombra que se desplazaba ágilmente entre las ramas.
Recuerdo la extraña sensación de armonía de colores en el bosque, entre las tonalidades amarillas y verdes que se oscurecían hasta convertirse en marrón y púrpura, las lianas enroscadas en los árboles y adheridas a las ramas, fundiéndose unas con otras. Al mediodía, el aire tropical se llenó de la música estridente de las cigarras, de sus ondas intermitentes de canto y silencio, como miembros vocingleros de un coro entonando una ronda infinita de canciones sin palabras.
[…] Aquel día sentí que el antiguo misterio me volvía a cautivar, que volvía aquel silencio interior. Estaba allí tumbada, como un fragmento más de la naturaleza experimentando de nuevo aquella mágica intensificación del sonido, aquella riqueza de percepción aumentada. Tenía clara conciencia de movimientos secretos en los árboles. Una pequeña ardilla, con el pelaje a rayas, subía por un tronco haciendo sus típicas espirales, metiendo la nariz en los agujeros de la corteza, con ojos brillantes y orejas redondas, alerta. […] Es casi imposible describir la renovada conciencia que se tiene cuando se abandonan las palabras. Las palabras pueden intensificar la experiencia, pero también pueden empobrecerla. Contemplamos un insecto y ya estamos abstrayendo determinadas características y clasificando: una mosca, decimos. Y en ese mismo momento cognitivo, parte del milagro ha desaparecido. Una vez hemos etiquetado las cosas que nos rodean, dejamos de observarlas con tanta atención. Las palabras son parte de nuestro yo racional y olvidarnos de ellas un rato equivale a dejar que nuestro yo intuitivo vuele con total libertad.
[…] Mi creciente comprensión de David y de sus amigos incrementó el profundo respeto que siempre había sentido hacia formas de vida diferentes a las mías, y me permitió valorar desde una nueva perspectiva el lugar de los chimpancés y también el nuestro, en el esquema global. Los chimpancés son partes de un todo, junto con los babuinos y los monos, las aves y los insectos, la vida fecunda de la selva, las aguas agitadas y nunca tranquilas del gran lago, y las infinitas estrellas y planetas del sistema solar. Todo era uno, todo formaba parte del gran misterio. Y yo también formaba parte. Me invadió una sensación de profunda paz. […]
Recuerdo particularmente un día entre muchos otros. […] Durante unas horas nos fuimos desplazando ociosamente de un árbol frutal a otro, subiendo cada vez a mayor altura. […] No me había dado cuenta de la inminencia de la tormenta […] el cielo se había oscurecido, estaba muy negro, y las nubes cargadas de lluvia habían borrado las cimas más altas. […] La lluvia caía sin parar, y el agua me calaba más y más. […] Abajo el lago todavía estaba oscuro y embravecido, y donde rompían las olas se formaba espuma blanca, al norte el cielo estaba claro […] La belleza del cuadro me dejó sin aliento. […] Es difícil -imposible, de hecho- plasmar en palabras el momento de verdad que de repente me invadió. […] Cuando después traté de recordar la experiencia, me pareció que el yo había estado totalmente ausente: yo y los chimpancés, la tierra y los árboles y el aire, parecían fundirse para convertirse en una sola cosa con el poder espiritual de la vida. […] Más tarde, sentada junto a un pequeño fuego, calentando mi cena de judías, tomates y huevos, todavía seguía inmersa en el milagro de mi experiencia. […] Sí, pensé, hay más de una ventana a través de la cual los humanos podemos mirar el mundo y darle un sentido. Tenemos la ventana hecha bajo el patrón de la ciencia occidental, con sus cristales pulidos por una sucesión de mentes brillantes. A través de ella podemos penetrar cada vez más a fondo y con mayor claridad en áreas que hasta hace poco eran inaccesibles para el conocimiento humano. Aprendí a mirar a los chimpancés a través de esta ventana científica. Durante más de veinticinco años, por medio de un meticuloso registro y análisis crítico de datos, había intentado recomponer las piezas de su compleja conducta social, conocer el funcionamiento de sus mentes. Lo cual nos había ayudado no solo a comprender mejor el lugar que los chimpancés ocupan en la naturaleza sino a comprender también algunos aspectos de nuestra propia conducta humana, nuestro propio lugar en el mundo natural.
Pero, además, los humanos podemos mirar el mundo que nos rodea a través de otro tipo de ventana, como la que han usado los místicos y los santos, y también los fundadores de las grandes religiones del mundo, para intentar descubrir el significado de nuestra vida en la Tierra, tanto en su increíble belleza como en su oscuridad y fealdad. Aquellos maestros contemplaron las verdades no solo con su mente, sino también con su corazón y su alma. De aquellas revelaciones emanó la esencia espiritual de las grandes escrituras, los libros sagrados y los poemas y escritos místicos más bellos. Aquella tarde fue como si una mano invisible hubiera retirado una cortina y, por un segundo, hubiera visto a través de una de aquellas ventanas. Como si en un instante de “visión” hubiera conocido la infinitud y el éxtasis sereno, y la verdad de unas sensaciones que la ciencia dominante solo vislumbra. Y supe que aquella revelación me acompañaría el resto de mi vida, que la recordaría de manera imperfecta pero siempre la llevaría en mi interior. Una fuente de fuerza de la cual poder valerme cuando la vida fuera dura, o cruel, o desesperada.
[…] Tumbada boca arriba contemplaba cómo caía la noche. Qué triste sería, pensé, que los humanos perdiéramos el sentido del misterio, la capacidad de admirar y sentir este profundo y conmovedor respeto; que la lógica y la razón se impusieran a la intuición alejándonos totalmente de nuestra profundidad, de nuestros corazones, de nuestro espíritu.”
Selección de: Jane Goodall y Phillip Berman. Gracias a la vida. Barcelona, Mondadori, 2002. (págs. 84-89, 160-161).
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Para saber más sobre Jane Goodall y los proyectos que impulsó: Web del Instituto Jane Goodall