En toda relación de cariño -familiar, de pareja, de amigos-, cada persona ama sólo en la medida de sus posibilidades. No todo el mundo tiene la misma capacidad para dar y recibir amor.
Esa capacidad podría ser descrita de muchas formas. Por ejemplo, cuánto la persona realmente conoce y acepta a la otra, cuánto la respeta en sí misma y en sus decisiones libres; si es capaz de escucharla y acoger su realidad, cómo favorece su desarrollo y su bienestar, si tiene paciencia en aquello que le es difícil gestionar… Y para recibir amor, correlativamente se requiere respetarse a sí misma, ser veraz ante la otra persona y dejarse conocer, dejarse cuidar y recibir atenciones… En todo amor auténtico la reciprocidad es clave para que haya una relación sana. Es dar y recibir. Pero incluso en la reciprocidad, el amor suele ser asimétrico. Una de las partes suele amar más intensamente que la otra. O al menos, con tipos de generosidad dispar: en unos campos más que en otros, cosa no siempre percibida en sus matices, de modo que con frecuencia las personas se perciben dando más que lo que reciben.
La mayoría de nosotros estamos muy pobremente formados en el arte de amar. Hemos ido creciendo selváticamente a base de experiencias más o menos gratificantes o dolorosas. Nos defendemos, nos escondemos, calculamos…
Aun así, casi siempre intentamos amar. Es aquí donde hay que recordar que, sea en la medida y del modo que sea, cuando alguien expresa un gesto de amor sincero y desinteresado, lo hace gratis. En ese dar y recibir, las personas nos regalan su tiempo, su apoyo, porque quieren. Son libres, pueden hacerlo o no. Nada puede exigirse. Y mucho menos reclamarse como «pago» por algo que uno hizo en momentos anteriores. Todo don se da porque se quiere dar. Y toda respuesta o correspondencia, es también gratuita por parte de los otros. El dinamismo de una gratuidad de cariño es difusivo y alcanza mucho más allá de los inmediatos. Llega lejos, irradia hasta quienes no conocemos, por esa indefinible conexión que existe entre las personas.
En nuestras relaciones personales asumamos que posiblemente hay quien nos ama mucho y nosotros menos, y en otros casos la asimetría se da al revés: nosotros expresamos más amor que el que percibimos de alguien. Y no podemos ni debemos exigir nada. La primera condición de la amistad es no forzar. Cada uno da lo que puede dar.
Así es entre Dios y nosotros. Él da todo. Nosotros, lo que podemos. Pero así su Amor llega lejos. Mucho más allá de nosotros.
Leticia Soberón